Un intenso frío me helaba los huesos mientras en el parque y a unos doscientos metros, que me habían sido impuestos, contemplaba los juegos y carreras de mi nieto en su colegio. Él me vio de lejos y me dirigió una mirada como perdida, aunque tuve la certeza de que me había reconocido y que mi presencia no le molestaba.
Siguió jugando y pronto sus juegos le embargaron y aunque me había visto continuó con sus amiguitos. Me quedé yo solo contemplando sus evoluciones y complaciéndome de sus piruetas y saltos con sus compañeros.
Me sentía responsable del bienestar y el porvenir de aquel niño, que ausente en sus afanes infantiles no podía percibir mi inquietud por él. Solo jugaba y sabía que su abuelo, desde la distancia, estaba allí y eso le bastaba. Él no tenía la menor duda de la respuesta positiva de su abuelo a cualquier requerimiento que él pudiese hacerle. Se sentía observado y seguro.
Su mente infantil no concebía más necesidad y atención que la inmediata y, como una abstracción inconsciente, la figura del abuelo solo era alguien que en su momento podía solucionarle un problemilla o acariciarle en un momento de crisis.
Unas preguntas me acudieron a la mente y me vi obligado a ponderarlas: ¿Sería posible que Dios me contemplara a mí como yo contemplaba a mi nieto? ¿Había yo pensado que, con seguridad, Dios estaba cerca de mí con infinitamente más amor que el que yo sentía al mirar al niño? ¿Quizás yo, como el niño, pensaba en Él solo para cuando me hiciese falta puntualmente?
¿Estaba Dios tal como yo miraba al niño, mirándome en la distancia impuesta, lleno de amor y de anhelo de tenerme y yo estaba en mis juegos y solicitaciones de la vida sin acordarme de Él? ¿Estaba Dios cerca y atento, como yo de mi amado nieto, pero apartado por mis ocupaciones y distracciones de una relación que Él deseaba ardientemente?
Todos esos pensamientos me sacudieron y me hicieron meditar sobre mis relaciones con Dios y las de Él conmigo. Y me di cuenta de que en realidad solo me acordaba de Dios para pedirle cositas sin pararme a ver algo evidente. Su amor.
Él deseaba ardientemente contar con mi atención y recibir de mí una deferencia que fuera como puente de amor, tal y como yo deseaba que la tuviera mi nieto conmigo. Que yo mirara y que Él sintiera que a pesar de las solicitaciones que me absorbían, mi vista se alzara para constatar frecuentemente que Él estaba por allí y que me miraba con amor y delectación.
Yo me hubiese gozado de que el niño me hubiera hecho una señal de reconocimiento y de simpatía; que hubiese sido consciente de mi amor y mi esfuerzo, ya que yo dejaba cualquier otro asunto del día para concentrarme en su persona, en la de su hermanita y en sus cosas de niño.
Desde ese momento tuve claro que Dios, alto y sublime, sin embargo mira mis cosas con delectación como un amante padre que es y que en todo momento, por su inmenso poder, puede (dejando todo otro asunto) concentrarse en mi persona mirando y gozándose con mi atención y en mi mirada de agradecimiento y deleite hacia Él.
Una atención que le hace agradarse de mí y estar dispuesto como lo hizo en la persona de Jesús, a darlo todo por mí. Del mismo modo que yo pensaba con respecto a mi niño amado, Él también trata de que yo comprenda que me ama con amor eterno y que solo desea llenarme de bendiciones y amor, anhelando tener conmigo una estrecha camaradería y la más intensa comunión.
Tal como yo no me canso de besar a mi niño, Dios también desea acunarme en sus tiernos y potentes brazos y acariciarme con su Espíritu, para que yo tenga la dicha perfecta de sentir la seguridad de su amor.
Desde hoy no haré más agravio a Dios pensando (como hasta ahora) que es alguien terrible, áspero, duro, implacable y justiciero. Alguien que está vigilando severo para castigar y reprobar cualquier mal paso que doy. Con acción de gracias confiaré absolutamente en Él y me regocijaré en su amor.
Como mi pequeño nieto, jugaré y reiré y tropezaré y me levantaré. Sabré que si alzo la vista y la dirijo a Él me encontraré con la misma mirada amante y arrulladora y con algún que otro ceño forzadamente fruncido por causa de alguna torpeza o travesura. Ya no más reglas y ordenanzas, sino solo amor y conocimiento, tal como Él quiere de mí como hijo y la seguridad de que su amor no es enclenque como pensamos, sino fiel, firme y vigente como Él mismo.
Desde ese momento he quedado libre. Soy consciente de que mi debilidad, de la que tanto he renegado, es necesaria para echar fuera toda jactancia y depender exclusivamente de su amor y poder, entregándome sin vacilar en sus fuertes brazos en el camino que Jesús nos propuso para conseguirle. Él, mismo.
Ahora ya solo tengo pensamientos de paz, gozo y gratitud y la absoluta seguridad de que Él me contempla con amor; que solo desea para mí gozo y paz que descansen sobre su persona y no sobre nada más, sean obras, intelecto, etc. Solos, Dios y yo. Juntos en amor y confianza, juntos en su poder y en mi debilidad que es fortaleza en la confianza.
A pesar de esto, tengo por seguro que cuando me encuentre en su presencia tendré que decir arrobado: ¿Tan bueno eras? ¿Tan torpe era yo que tan mal te concebía? ¡Que ridículo me parece el concepto que yo había tenido de ti! Y me sumergiré para siempre de lleno en Él.
Ahora ya soy el más inteligente de los hombres y esto solo porque he depositado mi confianza en Dios y solo en Él. Ahora ya sé que soy hermano de Jesús y de que, pase lo que pase, nada me podrá apartar del amor de Dios que viene a mí por Cristo Jesús porque todo depende de Él. El que en Él cree no será avergonzado.
Él, es mi héroe.