Decir todo a Dios

Yo me había acostumbrado a visitar regularmente a una cristiana, viuda desde hacía un año, que vivía en una modesta granja. Tenía dos hijos: el mayor estaba casado y vivía bastante lejos. El segundo, Lucio, vivía con su madre y parecía no poder defenderse sin su ayuda.

La muerte del padre había sido terrible para este hijo. Cierto día la madre me comunicó llorando que tenía cáncer. No temía morir, porque sabía que entraría en el eterno descanso, pero estaba preocupada por su hijo, cuya tristeza y desasosiego serían inmensos.

¿Qué decir en semejante circunstancia?   ¿Dónde buscar consuelo, sino junto al «Padre de misericordia y Dios de toda consolación»? (2 Corintios 1:3). Entonces confiamos nuestra tristeza a Dios, seguros de que nos escucharía y contestaría. Dios se llevó a esta creyente dos meses más tarde.

¿Qué le ocurrió al hijo tan amado? Su hermano y sus tíos le ayudaron a manejar la granja. Lucio pudo seguir ocupándose del rebaño. Su hermano lo visitaba una vez por mes para llevar las cuentas. La aldea también se solidarizó y Lucio trabó amistad con varias familias.

Pero ante todo, guardó la costumbre de su madre, quien leía todos los días su Biblia. Cuando las preocupaciones o la tristeza lo embargaban, volvía a hallar la paz en la Palabra de Dios.

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