– Papi, ¿cuánto ganas por hora? – con voz tímida y ojos de admiración,
un pequeño recibía así a su padre al término del trabajo.
El padre dirigió un gesto severo al niño y repuso: – Mira hijo, esos
informes ni tu madre los conoce. No me molestes que estoy cansado.
– Pero papi, -insistía- dime por favor ¿cuánto ganas por hora?
La reacción del padre fue menos severa. Sólo contestó:
– Cuatro soles por hora.
– Papi, ¿me podrías prestar dos soles? – preguntó el pequeño.
El padre montó en cólera y tratando con brusquedad al
niño le dijo:
-Así que, esa era la razón de saber lo que gano. Vete a dormir y no me
molestes, muchacho aprovechado.
Había caído la noche. El padre había meditado sobre lo sucedido y se
sentía culpable. Tal vez su hijo quería comprar algo.
En fin, descargando su conciencia dolida, se asomó al cuarto
de su hijo. Con voz baja le preguntó al pequeño:
– ¿Duermes hijo?
– Dime, papi – respondió entre sueños.
– Perdóname por haberte tratado con tan poca paciencia; aquí tienes el
dinero que me pediste, – respondió el padre.
– Gracias papi – contestó el pequeño y metiendo sus manitas debajo de
la almohada, sacó unas monedas.
– Ahora ya completé. Tengo cuatro soles. ¿Me podrías
vender una hora de tu tiempo? – preguntó el niño.