Un testimonio para compartir

Todos tenemos, sin lugar a duda, una historia que contar. Nunca rechaces a alguien por lo débil que parezca o por lo insignificante que pueda sonar su historia.

Prueba lo que te digo… conmigo mismo.

Para cuando nací, mis padres llevaban años de haber entregado sus vidas a Jesucristo. Me crie aprendiendo las fantásticas historias de la Biblia. Mi padre además es un graduado de seminario bíblico, así que ya te llevas la idea. Prácticamente resultaba fácil para mí aprender pasajes y saberme las vidas de Abraham, Moisés, David y muchos más.

Pero, como nada en esta vida es perfecto, me crie con ciertos complejos. Tuve mi autoestima destrozada, era incapaz de relacionarme correctamente con los demás y crecí con una inseguridad personal de cara al futuro. Eso a todos nos afecta en algún etapa de la vida, pero por alguna razón, para mi me toco bastante difícil de superar.

Dure tantos años de mi adolescencia y juventud enfocándome en mis defectos más que en mis facultades sobresalientes. Y nunca olvidare esos periodos de depresión en las cuales creía que no podría superarme ni alcanzar mis sueños más anhelados.

Hoy, a mis 24 años de edad, estoy mejor que nunca. Puedo decir que gracias a Dios tengo todo un porvenir por delante, aunque sigo superando falencias marcadas por mi vida pasada.

Lo importante de todo esto es: Todos tenemos algo que contar. Triste, conmovedor, motivador (como la mía) o tormentoso, destructivo, temerario (a la “Rambo”). Tienes una historia que testifica de por sí como Dios restaura al débil, fortalece al cansado y renueva al que creyó no tener destino. Por más que lo dudes, no estás solo en el camino.

Tan solo tienes que levantarte una vez más, y saber que Dios te permite transitar por ese valle para cumplir Su propósito contigo. Simplemente, como te diría un amigo, ese es el “estilo de Dios”.

Enviado por Anthony Carrasco Jr