El joven se sintió engañado. Se había dado cita en un bar con una de esas «damas de la noche», una mujer que le sorbía el seso y cuyo único interés era el dinero. No la encontró, así que se fue a otro bar. Allí tampoco la encontró. No la encontró en ése ni en diez o doce bares más de Santo Domingo, República Dominicana.
Al fin, disgustado y cansado, casi ya en la madrugada, divisó una puerta abierta. «Allí debe de estar», se dijo. Pero no era un bar. Era una pequeña capilla cristiana, donde varios feligreses estaban reunidos en vigilia, orando.
Esa noche el joven, buscador de placeres sensuales, encontró algo mil veces más provechoso y agradable. Encontró a Jesucristo, el único que puede dar la felicidad verdadera. Su vida, esa noche, dio un giro total y permanente hacia el bien.
Esta es otra de tantas historias del Evangelio, historias desdeñadas por el mundo secular pero que encarnan experiencias transformadoras. Son historias que han cambiado totalmente la vida de millares, y que se han repetido vez tras vez en el corazón de personas alrededor del mundo.
Ahora bien, respecto a los placeres sensuales, es importante reconocer que el impulso sexual es algo natural en todo ser humano. Dios nos dio el don del sexo con dos propósitos: El primero es unir a dos personas en lazos de amor puro, amor que halla su máxima realización y satisfacción en el matrimonio; el segundo propósito es procrear hijos, formar familia, establecer el núcleo más importante de este mundo, que es el hogar. Todo lo que va más allá de esos dos propósitos es una aberración del don sagrado y venerable del sexo.
El sexo que es sólo placer sensual no produce más que un gusto efímero, que deja a la persona vacía y desolada. La prostitución sólo produce degradación, vergüenza, enfermedad y muerte. El placer sexual fuera de las normas divinas es el vehículo más rápido para la destrucción del amor verdadero, del matrimonio, de la familia y del hogar.
Además, como testimonio contra la promiscuidad sexual están todas las enfermedades venéreas, incluso la última que es mortal: el SIDA. ¿De qué sirve, a la larga, la promiscuidad sexual? Sólo para envenenar alma y cuerpo.
Jesucristo ofrece una vida mejor. Él ofrece el placer del matrimonio legítimo con dignidad, honra y honor, y libra al joven de todos los abismos del pecado. Si recibimos a Cristo como Señor y Salvador, y le entregamos las riendas de nuestra vida, Él nos dará la máxima satisfacción que hay en esta vida.
Hermano Pablo.