Sean deportistas, cantantes o actores, los más famosos suscitan la admiración de las muchedumbres y son adulados por multitudes de entusiastas seguidores. ¡Son los ídolos de los tiempos modernos! Parecen grandes, pero sólo es una apariencia. Son como todos los seres humanos. Tienen los mismos problemas que el más común de los mortales. En general, su vida privada está lejos de ser ejemplar. Ilusionan a quienes les profesan un culto, pero probablemente no estarían dispuestos a ayudarles en caso de necesidad.
La Biblia presenta a una persona única. Sus contemporáneos dijeron de él: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Juan 7:46). “Bien lo ha hecho todo” (Marcos 7:37). Su bondad, su amor y su compasión lo distinguieron en medio de los demás. No pidió a nadie que lo admirara. No propuso un programa político, ni un grandioso espectáculo, ni hermosa música, sino que habló concretamente de volver a Dios. Condenó el egoísmo, la soberbia, la avaricia y el mal bajo todas sus formas. Vino del cielo para traer un mensaje de perdón, de amor y de esperanza de parte del Dios viviente.
Este hombre era el Hijo de Dios, enviado por Dios a la tierra. ¡Pero los hombres lo rechazaron! Tuvo que decirles: “No queréis venir a mí para que tengáis vida” (Juan 5:40). Hoy Jesucristo todavía interpela al lector, diciéndole: “Si alguno tiene sed (de felicidad, paz y certeza), venga a mí y beba” (Juan 7:37).