Había estado ausente de la casa por algunos días y me preguntaba, al acercarme a ella, si mi pequeña Margarita, quien apenas podía sentarse sola, me recordaba.
Para probar su memoria, me coloqué en un lugar desde donde yo podía verla, pero que ella no me podía ver a mi, y la llamé en el viejo tono familiar: «¡Mague!» Ella dejó caer sus juguetes.
Otra vez repetí su nombre «¡Mague!» y habiendo inspeccionado una vez más el cuarto con su mirada, pero no viendo el rostro de su padre, se puso muy triste y volvió a tomar sus juguetes.
Por tercera vez llamé «¡Mague!» y ella, dejando caer sus juguetes rompió a llorar extendiendo sus brazos en la dirección de donde provenía el sonido, sabiendo que aunque no podía ver a su padre, él debía estar allí.
Así es nuestra relación con nuestro Dios, aún cuando no podemos verlo, podemos escuchar su voz y en el lugar donde nos encontremos extendemos nuestros brazos y Él está ahí.