El portero de la Farmacia.

No había en el pueblo peor oficio que el de portero de la farmacia. Pero ¿qué otra cosa podría hacer Juan? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio.

Un día se hizo cargo de la farmacia un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Hizo cambios y después citó al personal para darle nuevas instrucciones. Al portero, le dijo: A partir de hoy usted, además de estar en la puerta, me va a preparar un reporte semanal donde registrará la cantidad de personas que entran día por día y anotará sus comentarios y recomendaciones sobre el servicio.

Juan tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero….. -Me encantaría satisfacerlo, señor – balbuceo – pero yo… yo no sé leer ni escribir.  ¡Ah! ¡Cuanto lo siento!  Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida. No lo dejó terminar…-Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Le vamos a dar una indemnización para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte. Y sin más, se dio vuelta y se fue.

Juan sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. ¿Qué hacer? Recordó que en la farmacia, cuando se rompía una silla o se arruinaba una mesa, él, con un martillo y clavos lograba hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria hasta conseguir un empleo. El problema es que solo contaba con unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Usaría parte del dinero para comprar una caja de herramientas completa. Como en el pueblo no había una ferretería, debía viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. ¿Que más da? Pensó, y emprendió la marcha.

A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. De inmediato su vecino llamo a la puerta de su casa. Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme. Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar… como me quedé sin empleo… Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano. Está bien. A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta. Mire, Juan, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende? No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería está a dos días de mula. Hagamos un trato -dijo el vecino- Yo le pagaré los dos días de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Que le parece?. Realmente, esto le daba trabajo por cuatro días… Acepto.

Volvió a montar su mula. Al regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa. Hola, Juan. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo? Sí…. necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatros días de viaje, más una pequeña ganancia. Yo no dispongo de tiempo para el viaje. El ex-portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue. «…No dispongo de cuatro días para compras», recordaba. Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que el viajara a traer herramientas. En el siguiente viaje arriesgó un poco más del dinero trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo de viajes. La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje.

Una vez por semana, Juan, ahora corredor de herramientas, viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Alquiló un galpón para almacenar las herramientas y algunas semanas después, con una vidriera, el galpón se transformo en la primer ferretería del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Los fabricantes le enviaban sus pedidos. El era un buen cliente. Con el tiempo, las comunidades cercanas preferían comprar en en la ferretería de Juan y evitarse dos días de marcha.

Un día se le ocurrió a Juan que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no?, las tenazas… y las pinzas… y los cinceles. Más tarde fueron los clavos y los tornillos….

Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años Juan se transformó, con honestidad y trabajo, en un millonario fabricante de herramientas.

Un día, Juan decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñaría, además de leer y escribir, las artes y oficios más prácticos de la época. En el acto de inauguración de la escuela, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad, lo abrazó y le dijo: Juan, es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primer hoja del libro de actas de la nueva escuela… El honor sería para mí – dijo Juan-. Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy analfabeto. ¿Usted? – dijo el Alcalde, que no alcanzaba a creerlo -¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir?

Estoy asombrado. Me pregunto, ¿qué hubiera sido de usted si hubiera sabido leer y escribir? Yo se lo puedo contestar – respondió Juan con calma -. Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería portero de la farmacia.

Generalmente los cambios son vistos como adversidades. Las adversidades encierran bendiciones. Las crisis están llenas de oportunidades. Cambiar y adaptarse al cambio siempre será la opción más segura.